-¿De
verdad crees, Seizô, que la espada es el arma de un samurái?
El muchacho guardó silencio, confundido por aquella pregunta de respuesta evidente.
-Tu arma no es el acero, sino tu espíritu-, le dijo Kenzaburô golpeándole con un dedo en el estómago.
El muchacho guardó silencio, confundido por aquella pregunta de respuesta evidente.
-Tu arma no es el acero, sino tu espíritu-, le dijo Kenzaburô golpeándole con un dedo en el estómago.
-Un
samurái doblega con su voluntad al enemigo, ha vencido el combate antes de que
las espadas se crucen. El acero sólo es la prolongación en tu mano de esa
voluntad, la extensión del alma del guerrero.
Seizô lo observaba a medio camino entre el desconcierto y la desconfianza.
Seizô lo observaba a medio camino entre el desconcierto y la desconfianza.
¿Qué
clase de explicación era aquélla?
¿Cómo
era posible que alguien venciera un combate antes de desenvainar?
-¿No me crees? -preguntó Kenzaburô, consciente de la expresión en el rostro de su alumno.
-¿No me crees? -preguntó Kenzaburô, consciente de la expresión en el rostro de su alumno.
-Llegará
el día en que tú también lo veas, podrás observar a dos enemigos a punto de
batirse y sabrás cuál de los dos vencerá. Lo sabrás tan claramente como la
noche se distingue del día. Buda nos enseñó que el alma reina sobre lo
material, de igual modo, es el espíritu el que reina sobre el acero. Por eso,
una espada en manos de un guerrero justo, movido por una causa noble, siempre
será más peligrosa que la espada empuñada por codicia o ambición. Ya muchos lo
han olvidado, pero el espíritu inquebrantable que arde en el pecho de un
samurái es su verdadera espada, la voluntad de servir a su señor y mantener su
honor, aún por encima de la propia vida.
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