En cierta ocasión, en algún lugar de la espesa selva, un
pequeño mono de color blanco había nacido.
Jamás en toda la región se había visto una criatura semejante.
Su belleza era comparable a la de las nubes en el cielo limpio
o a la de los ángeles que narran los relatos de los hombres.
El pequeño, además, destacaba en todos los aspectos: hacía más
rápido y mejor las labores que le asignaban en la Ciudad de los Monos, proponía
nuevos modos de recolectar agua y alimentos, y era además muy educado y amigable
con sus vecinos.
Pero cierto día, el pequeño empezó a sentir que muchos monos
le miraban con desprecio.
Sus vecinos, sin motivo aparente, cuchicheaban a escondidas
sobre él y le arrojaban disimuladamente objetos con la intención de herirle.
Por alguna razón, la ira de su comunidad creció y se cebó con
el joven, y cierto día, armados con palos y piedras, sus antiguos amigos y
vecinos salieron a buscarle dispuestos a acabar con él.
Rápidamente, deseando salvarle, uno de sus parientes le llevó
a un estanque de lodo y lo sumergió en él para que el color blanco de su pelo
quedara oscurecido.
Además, le advirtió que pasara desapercibido de ahora en
adelante si quería conservar la vida.
Así, pasados unos días, regresaron a la aldea y contaron a los
demás que la enfermedad que anteriormente había infectado al pequeño, la que le
había convertido en un ser bello e inteligente, por fin se había pasado y ya no
volvería a caer en ella nunca más.
De esa manera, el resto de monos, celebrando que el pequeño
había recobrado la salud, tiraron los palos y las piedras y volvieron a sus
casas.
El mono blanco, desde entonces, intentó pasar desapercibido
bañándose cada día en barro para ocultar su belleza y nunca más intentó hacer
las cosas de forma diferente al resto de sus hermanos, aunque viera cómo estos
sufrían movidos por su propia ignorancia.
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