El mismo
Lieh-tzu le explica a su discípulo Yin Sheng, cuando éste, habiendo disipado
su enojo porque el maestro no le enseñaba lo que esperaba, regresa a su lado
dispuesto a aprender:
-Siéntate que
voy a enseñarte lo que aprendí yo de mi fu-tzu (maestro).
Después de
empezar a servirle y trabar amistad con el otro maestro, pasaron tres años y
mi mente ya no se atrevía a distinguir entre el ser y el no ser, ni mi boca a
juzgar el bien y el mal (li hai).
Sólo entonces mi
maestro se dignó dirigirme la amistad.
Al cabo de cinco
años, mi mente distinguía el ser y el no ser, y mi boca juzgaba el bien y el
mal.
Fue entonces
cuando mi maestro me sonrió por vez primera.
Al cabo de siete
años, en los pensamientos de mi mente había desaparecido la diferencia entre
ser y no ser, y en las palabras de mi boca no aparecían lo bueno y lo malo.
Entonces fue
cuando mi maestro me hizo sentar junto a él en la esterilla.
Al término de
nueve años, en mis pensamientos y palabras había quedado anulada toda
diferencia entre el ser y el no ser, el bien y el mal, con respecto a mí
mismo y también con respecto a los demás.
Ya no distinguía
si el fu-tzu era mi maestro y el otro mi amigo.
La distinción
entre mi interior y lo exterior a mí había desaparecido; mis sentidos se
habían fundido en uno, idénticos unos a otros.
La mente
concentrada, el cuerpo disuelto, huesos y carne derretidos, no sentía dónde
se apoyaba mi cuerpo ni dónde pisaban mis pies.
Me dejaba llevar
por el viento al este y al oeste, como una paja o una hoja seca, hasta que al
final no sabía si era el viento el que me llevaba a mí o yo el que llevaba el
viento.
Álex Ferrara |
jueves, 12 de marzo de 2015
Siéntate que voy a enseñarte lo que aprendí yo de mi Maestro
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