domingo, 5 de marzo de 2017

Los verdaderos problemas



-¡Pequeña comadreja! rugió el espadachín a voz en grito, y el silencio se hizo en la posada. 
-He perdido cinco veces seguidas. ¿De qué manera me estás engañando?
El ronin tumbó de una patada la caja para detener aquel juego que tan caro le estaba costando. 
Los platos y las peonzas rodaron por el suelo y quedó al descubierto el mecanismo empleado para la artimaña
Algunos no comprendieron lo que aquello significaba, pero otros jugadores señalaron la caja tumbada y murmuraron con el ceño fruncido. 
Entre los que se percataron del truco se encontraba el malhumorado ronin que, al comprobar que su desconfianza estaba legitimada, agarró al muchacho por la muñeca hasta levantarlo en peso.
El pequeño estafador tenía el semblante desencajado por el terror, pero aun así no emitió sonido alguno. 
Fue entonces cuando Seizô comprendió que era mudo, probablemente porque sus amos así lo habían querido.
-Te cortaré esta mano de ladrón que tienes, así aprenderás a no jugármela.
Dijo al oído del niño, pero todo el mundo pudo escucharlo en el silencio de la sala.
El ronin desenfundó la wakizashi, cuyo filo reverberó a la luz de las lámparas de aceite. Casi al unísono, unos dedos se clavaron en el brazo de Seizô.
-Si de verdad quieres equilibrar tu karma por lo que hiciste el otro día, sálvale la vida a ese niño.
Le rogó Aoi con voz acuciante, sus ojos implorándole piedad por otro.
Seizô no dijo nada, se limitó a retirarle suavemente la mano del brazo y comenzó a avanzar entre el gentío. 
Siempre se preguntaría si aquella noche hubiera intervenido de no ser por la súplica de Aoi. 
Ella le había arrebatado la oportunidad de saberlo.
Cuando los últimos curiosos se apartaron para dejarle paso, el ronin desvió su colérica mirada hacia él.
-¿Qué quieres? ¿A ti también te debe algo esta comadreja?
-Suéltalo. Se limitó a decir Seizô.
-¿Cómo has dicho? Creo haber escuchado que me dabas una orden.
-He dicho que lo sueltes.
-Nos ha estado robando a todos.
-Es cierto, pero no por ello es necesario quitarle la vida.
-¿Que no es necesario? Rio divertido el samurái. 
-Es una simple rata de campo que ha estado metiendo la mano en los bolsillos de esta buena gente. Deberías agradecerme que lo mate. ¿O es que vas a medias con él?
Algunos de los parroquianos asintieron en tono amenazador, pero Seizô los ignoró.
-Es un timador. Ahora lo sabemos y no podrá engañar a nadie más. Lo justo es que todos recuperen su dinero y que lo echen del pueblo. Pero no tiene por qué morir. Es un simple niño, aún tiene tiempo de enmendarse.
-¿Qué mierda me importa a mí su enmienda? Hasta que no le corte el brazo y vea cómo se desangra no me iré a dormir tranquilo.
Sin mediar más palabras, Seizô empuñó su katana y desenvainó hasta mostrar dos dedos de acero. 
Un murmullo contenido recorrió la concurrencia y todos dieron un paso atrás, alejándose de los dos samuráis.
-Suéltale, o el sueño no será lo único que pierdas esta noche.
El ronin atisbó los ojos de Seizô, duros como el pedernal pese a su juventud, y a continuación, el acero blanco de su espada. 
Decidió que no merecía la pena morir por unas cuantas monedas, así que, como el perro que abre sus fauces a desgana, soltó a su presa para que cayera al suelo. 
La mirada del muchacho estaba ahogada en puro pánico, y aún tardó un rato en comprender que se le había perdonado la vida y que debía correr hacia la puerta.
Nadie osó detenerle, pues Seizô no había apartado la mano de la empuñadura, los dos dedos de filo aún al descubierto, suficientes para cortar el aliento de todos los allí reunidos. 
Cuando envainó por completo, los parroquianos esperaron hasta que el otro ronin recuperara su dinero, y entonces se abalanzaron sobre las monedas que habían quedado esparcidas por el suelo.
Seizô pasó entre los que corrían en dirección opuesta, ávidos por conseguir alguna moneda ajena. 
Cuando regresó a su mesa, Aoi lo esperaba con expresión de alivio.
-Gracias. Dijo cuando tomó asiento.
-Hice lo que debía.
-Aun así, nadie más estaba dispuesto a hacerlo.
-No creo que haya servido de nada. Mañana volverá con su patrón y empezará de nuevo en algún otro pueblo.
-Los bakuto son gente peligrosa. Mejor que tu camino no se cruce con ellos. Le advirtió la mujer.
-¿De qué sirve, entonces, lo que he hecho?
-Esta noche le has salvado la vida a ese crío, deberías estar satisfecho. Le reprochó Aoi. 
Pero una cosa es salvar vidas y otra cambiarlas. 
No pienses que los verdaderos problemas de este mundo se pueden resolver con una espada.
El guerrero a la sombra del cerezo

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