Los
“maestros locos” eran venerados como santos mendicantes los cuales habían
desarrollado tal comunión con el Tao que esa sabiduría les había secuestrado la
razón. Desde que, siglos atrás, los místicos taoístas se echaran a los caminos
en pos de alcanzar la Realización Espiritual, en china, dar limosna a los
pobres era considerado un gesto de bienaventuranza pues contribuía a facilitar
el camino de un santo, con las bendiciones personales que ello reportaba.
Contrariamente a las leyes del mundo de fuera, los maestros locos habitaban su
propio reino siguiendo los decretos del Tao, disolviendo la aparente dualidad
del Yin y del Yang. El anhelo por alcanzar la Unicidad con el Tao era más
fuerte en ellos que el hambre o la sed, y su pasión no tenía fronteras,
entrando Tai-Chi cada día, haciendo de su forma una meditación en movimiento
que se asemejaba a la danza de la vida.
Los maestros locos eran como peregrinos por este mundo. Cuando te miraban no sabías bien quién te observaba. Cuando les hablabas, no acertabas a adivinar dónde estaban. Ellos habían subido al cielo, pero sus almas, llegado el momento, se negaban a bajar, y aquí se percibía como locos extraños que te asustaban y a los que se debía respetar, pues su locura no era demencia, sino Iluminación y santidad. Ellos habían descubierto los secretos de este mundo, habían hecho caer los velos de sus ojos y habían podido mirar la Realidad. Y la Realidad les había secuestrado para no regresar jamás.
Así, en cierta ocasión, un joven descarado, al ver a uno de estos maestros realizar una forma de Tai-Chi muy extravagante y desconocida para él, se le acercó y le dijo: - Oiga, ¿qué está haciendo? ¡Eso no es Tai-Chi! ¿De qué manicomio se ha escapado? – a lo que el maestro contestó: - No me he escapado de ningún manicomio, ¡me han echado! Cuando los enfermos me veían practicar, sanaban. Pero cuando los cuerdos practicaban conmigo, perdían la razón y se volvían locos. Así, cierto día, alguien me abrió las puertas y me dijo, ¡sal! Aquí ya no haces falta. Ahora ve y contagia tu locura al mundo, porque este mundo está falto de locos como tú, y ésa es su enfermedad
Los maestros locos eran como peregrinos por este mundo. Cuando te miraban no sabías bien quién te observaba. Cuando les hablabas, no acertabas a adivinar dónde estaban. Ellos habían subido al cielo, pero sus almas, llegado el momento, se negaban a bajar, y aquí se percibía como locos extraños que te asustaban y a los que se debía respetar, pues su locura no era demencia, sino Iluminación y santidad. Ellos habían descubierto los secretos de este mundo, habían hecho caer los velos de sus ojos y habían podido mirar la Realidad. Y la Realidad les había secuestrado para no regresar jamás.
Así, en cierta ocasión, un joven descarado, al ver a uno de estos maestros realizar una forma de Tai-Chi muy extravagante y desconocida para él, se le acercó y le dijo: - Oiga, ¿qué está haciendo? ¡Eso no es Tai-Chi! ¿De qué manicomio se ha escapado? – a lo que el maestro contestó: - No me he escapado de ningún manicomio, ¡me han echado! Cuando los enfermos me veían practicar, sanaban. Pero cuando los cuerdos practicaban conmigo, perdían la razón y se volvían locos. Así, cierto día, alguien me abrió las puertas y me dijo, ¡sal! Aquí ya no haces falta. Ahora ve y contagia tu locura al mundo, porque este mundo está falto de locos como tú, y ésa es su enfermedad
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