Hace algunos años llegó a un monasterio tibetano del norte de la India un monje procedente de Tailandia, perteneciente a la antigua escuela Theravada, e, ilusionado, pidió permiso para meditar con los demás.
Colocándose al final de la Gompa (sala de meditación) se sentó dispuesto a empezar la sesión cuando, de repente, descubrió con sorpresa que el resto de monjes comenzaban la entonación de la toma de refugio, cuatro pensamientos inconmensurables y la recitación de varios sutras.
Encogiéndose de hombros, decidió meditar por su cuenta, alcanzando pronto un profundo Shamadi donde pudo contemplar con claridad la naturaleza de los fenómenos y la esencia pura de la mente, aprehendiendo un nuevo estado de paz antes desconocido.
Cuando, al cabo de un rato, uno de los monjes hizo sonar la campanilla que anunciaba el final de la sesión meditativa, aquel hombre estaba ya a las puertas de la iluminación.
Algunos, que se dieron cuenta de que el extranjero irradiaba una extraña claridad, se interesaron por él y por su práctica.
A lo que el hombre confesó:
- Cuando hay que meditar, medito.
Cuando hay que estudiar los sutras, los estudio.
Cuando hay que reflexionar sobre ellos, reflexiono.
No realizo una práctica tan larga que llegue a agotarme, ni tan corta que no pueda saborear sus tesoros.
No me pierdo en rituales, ni en tradiciones de hombres.
Medito para conocerme a mí mismo, no para imitar a otros.
Medito para transformar mi mente y liberarla, no para cargarla de cadenas o para cambiar unas por otras.
Ustedes pierden demasiado tiempo en formalismos, haciendo rígido y duro lo que por esencia siempre fue sencillo y flexible.
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