sábado, 16 de julio de 2016

Tu arma no es el acero, sino tu espíritu

-¿De verdad crees, Seizô, que la espada es el arma de un samurái?
El muchacho guardó silencio, confundido por aquella pregunta de respuesta evidente.
-Tu arma no es el acero, sino tu espíritu-, le dijo Kenzaburô golpeándole con un dedo en el estómago.
-Un samurái doblega con su voluntad al enemigo, ha vencido el combate antes de que las espadas se crucen. El acero sólo es la prolongación en tu mano de esa voluntad, la extensión del alma del guerrero.
Seizô lo observaba a medio camino entre el desconcierto y la desconfianza.
¿Qué clase de explicación era aquélla?
¿Cómo era posible que alguien venciera un combate antes de desenvainar?
-¿No me crees? -preguntó Kenzaburô, consciente de la expresión en el rostro de su alumno.
-Llegará el día en que tú también lo veas, podrás observar a dos enemigos a punto de batirse y sabrás cuál de los dos vencerá. Lo sabrás tan claramente como la noche se distingue del día. Buda nos enseñó que el alma reina sobre lo material, de igual modo, es el espíritu el que reina sobre el acero. Por eso, una espada en manos de un guerrero justo, movido por una causa noble, siempre será más peligrosa que la espada empuñada por codicia o ambición. Ya muchos lo han olvidado, pero el espíritu inquebrantable que arde en el pecho de un samurái es su verdadera espada, la voluntad de servir a su señor y mantener su honor, aún por encima de la propia vida.



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